LOS ÁNGELES DE LA NOCHE


Hace horas que la noche se apoderó de la ciudad. Es hora en que la gente transita más de prisa que en cualquier hora del día, hora en que los amigos de lo ajeno salen a buscar a sus incautas víctimas, hora en que las obreras del sexo se apoderan de ciertos lugares de la ciudad a la espera del requerimiento, de sexo al paso, de algún parroquiano ávido y lascivo. Hora en que, por no citar otra, la antigua avenida Alfonso Ugarte se congestiona de vehículos. Hora en que para muchos ha terminado la jornada diaria y aglutinan los paraderos para llegar pronto a casa. En fin, es hora para muchas cosas, pero no es hora aún para inocentes criaturas que transitan en medio de bocinazos, griterío de cobradores y pitazos de policías.

Al fin la luz verde del semáforo da el aviso para que los vehículos sigan su marcha por la avenida de doble carril, pero el tránsito que sigue por la avenida Bolivia se detiene. Es hora de trabajar. Del contorno de la pista sale presuroso una pequeña silueta con una bolsa de thoffys en mano que se escabulle entre los faros rojizos de los autos. Tiene exactamente tres minutos para convencer a choferes indiferentes, a través de las ventanillas a medio abrir, a que le compren algunos caramelos. Se terminó el tiempo, sólo treinta centavos, suenan los bocinas, Carlos Mallqui de nueve años, tendrá que volver a insistir en la siguiente señal del semáforo. Viste aún el uniforme desteñido del colegio “Héroes del Cenepa”, y sobre sus hombros cuelga una mochila con sus útiles escolares. Su versión es que trabaja desde que sale del colegio hasta aproximadamente doce de la media noche, hora en que el último ómnibus lo llevará hasta el A. H. Cruz de Motupe en San Juan de Lurigancho.

Nuevamente se detiene el tránsito, esta vez, en la avenida principal, cruzan los peatones y yo con ellos, pero eso sí, sin estropear el trabajo de un grupo de malabaristas que se apoderan de la franjas blancas, trazadas en la capa negra de la pista, para realizar algunas piruetas peligrosas, con el único afán de recibir algunas moneditas. “El mayor de ellos tiene 14 años”, afirma Juan Ricse, quien a esa hora sigue ofreciendo su emoliente. La semana pasada tuvieron que socorrer al más pequeño, se había luxado el tobillo, pero ahora ahí estaba, dando lo mejor de sí.

Frente a la Comisaría de Alfonso Ugarte, alrededor del histórico colegio Nuestra Señora de Guadalupe, Rosa López, camina de un lado a otro de la cuadra como un animal enjaulado, dice tener doce años, pero su figura delgada parece la de una niña de diez. “Se expone a muchos peligros”, comenta, Rodolfo Bejarano, el teniente que vigila la puerta de la comisaría. La pequeña, de rasgos andinos, lleva una caja de golosinas, con una tira sujeta al cuello y ofrece sus productos a todo aquel que pase por aquel lugar. “A mí no me pasa nada, yo sé cuidarme”, refuta aduciendo además que su madre trabaja del mismo modo al otro lado del colegio.

A una cuadra más arriba, en la puerta de la discoteca “Calle 8”, otra menor sigue la misma suerte del resto, tiene que trabajar, y al parecer su historia es como la de muchos niños que se movilizan confundidos en esta peligrosa ciudad, sorteando los peligros inminentes de la noche, con el único fin de cumplir con su trabajo a pesar que este invierno cala sus huesos y la indiferencia les pone zancadillas.

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